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Historia de las boleadoras por Carlos Ernesto Pieske

Homenaje a nuestro amigo, gran escritor, educador y gran persona Carlos Ernesto PIeske de los pagos de Chascomus. Imperdible.

Así como es difícil imaginar al gaucho sin su caballo, creo lo mismo ocurre, con otros elementos usados y abusados por éste: su facón, el lazo y las boleadoras.

Las boleadoras son quizás, junto con el poncho, los pocos elementos no traídos por los conquistadores españoles, pues ya se conocían en este extremo del mundo. Con esto no quiero decir que los extranjeros no los conocían, sino que no hacían el uso que sí tenían en estos lares.

Si tomamos como idea que las boleadoras son simplemente una piedra que se arroja con el fin de herir a un contrincante o presa, no debemos dejar de reconocer que el uso de la llamada “honda” era conocida en la vieja Europa.  Lo que difiere es simplemente la forma de ser arrojada.

La primera aparición de arma arrojadiza la constituye la llamada “bola perdida”, que consistía en una bola grande de piedra, retobada con cuero crudo y ajustada a una lonja o tiento largo y delgado como de metro y medio, la que haciéndose girar con fuerza sobre la cabeza en forma circular se arrojaba sobre el objeto que se quería golpear.

Tengo un amigo coleccionista de objetos de la “Campaña al Desierto” que posee una cantidad de piedras de boleadoras indígenas realmente impactante y a la que yo agregué mi granito de arena al obsequiarle una que había en encontrado en un pozo en la mina de hierro de Hipasan en Sierra Grande, Río Negro. Se trata de una boleadora fabricada con “magnetita” y que teniendo un diámetro de unos 9 centímetros tiene un peso increíble, pues la magnetita es el hierro en su pureza primera. Luego hay otra en su colección realmente rara, dado que siendo totalmente redonda, posee, talladas en la misma piedra un montón de protuberancias, cual si fueran granos lo que hace pensar el poder de destrucción que tiene dicho elemento.

El uso de la honda en sí, también fue conocido por algunas tribus indígenas de nuestro suelo, pero más que en la pampa húmeda era de uso cotidiano en los habitantes de Córdoba, San Luis, Catamarca y La Rioja.

Otra forma de uso de las piedras arrojadizas son las boleadoras propiamente dichas. El indígena las usaba de dos bolas.Llamadas “libes” o “llick” en quechua, palabra que significa entrampar o enredar o “laques” en el caso de los araucanos.

En ambos casos, el largo de sus cuerdas hacía que el uso de estas armas fuera para cazar animales o un arma de pelea, siendo ésta última la que tenía el ramal más corto.
Cuando el indio no conocía aun el caballo, utilizaba el arco y la flecha, luego ya montado, cambiaría estos últimos por la lanza.

El manejo y la habilidad por parte de los naturales con estas armas lo sintieron en carne propia los conquistadores españoles y existen numerosos relatos de ello, baste el de Ulderico Schmidel de la expedición de don Pedro de Mendoza, quien cuenta y compara las bolas que arrojaban los indios con balas de artillería y que en la primera batalla contra los querandíes (los que comen grasa) estos mataron con bolas arrojadizas a don Diego de Mendoza, hermano del Adelantado, seis hidalgos y veinte soldados de infantería y caballería.

Hablamos de las boleadoras del indio, ahora lo haremos de este recurso de caza y de guerra en manos de ese nuevo personaje que surgió en estas tierras: El Gaucho. Cuando decidió tomar esta idea de los indios, nuestro personaje no tenía la habilidad ni puntería para guiarla, cosa que de tiempos muy remotos venían haciendo los naturales. Entonces le agregó un ramal más que, atado en el medio de la cuerda original, le servía para darles dirección y de esta manera asegurar el tiro.

Se las denominó “Tres Marías”. Aquí vale una aclaración, o mejor dicho una duda. Siempre me pregunté de donde habría salido ese nombre y por que, dado que si uno compara la posición de dichas estrellas en el firmamento, de ninguna manera tienen la forma de las boleadoras, ni cuando van girando en el aire o tampoco cuando van atadas en la grupa del recado.
Comparando con las estrellas de nuestro hemisferio sur, serían más parecidas a la Cruz del Sur, tomando la estrella del medio de las cuatro como el punto de unión de los ramales de las boleadoras, en fin, algo más para pensar y que quizás sea simplemente que nuestro gaucho, tan observador, pusiera un nombre femenino a esta arma y que siendo María, uno de los nombres más conocidos de herencia española, las llamó simplemente así.

De cualquier manera y siguiendo nuestro recorrido debemos decir que el gaucho transformó esas boleadoras del indio en dos tipos de elemento de cacería, las llamadas Ñanduceras, con bolas más pequeñas y que le servían para la caza del choique o suri y de corzuelas y guanacos, mientras que ideó otras con piedras más voluminosas, para la caza de animales de mayor porte como vacunos y equinos.

Con respecto a los materiales con las que eran fabricadas, las había de todo tipo. El hombre en su lucha por la subsistencia, ha sabido, o mejor dicho ha aprendido a valerse de lo que le brinda la naturaleza. Y es así que a las de piedra ya existentes comenzaron a sumarse, las de bronce, plomo, plata y las de hueso, marfil (las bolas del juego del billar eran afanosamente buscadas para hacer boleadoras) y hasta madera.

Yo las he visto hechas en la zona cordobesa de los tumores o nudos que se forman en las plantas de algarrobo llamados allí “cotos de árbol” que con ayuda del hacha y escofinas se les dan una forma más redonda.

Las hay también de hueso vacuno, elaboradas desde dos mitades de la cabeza del fémur de este vacuno, que cortada convenientemente da por resultado dos medias esferas, que unidas dan como resultado una esfera completa y con el trabajo posterior del pulido quedan realmente preciosas.

Se las sabían retobar en cuero de potro, en la bolsa de los testículos de toro, en cuero de iguana o rematar, las de hueso, con chapeados elaborados en plata. Los sogueros pusieron su granito de arena y se las esterillaba con finos tientos de potro en trabajos realmente elogiables.
En cuanto a la manera de portarlas, en una primera época, cosa que puede verse en acuarelas y pinturas antiguas, el gaucho las llevaba siempre encima. Colocaba dos o tres pares en la cintura y alguno o algunos más en bandolera. Esto tiene una sencilla explicación. El gaucho siempre andaba montado en caballos para nada mansos, por lo contrario, potros recién agarrados y teniendo por delante una pampa llena de pozos de bizcacheras, cuevas de peludos, y matas de esparillos y otras hierbas duras, no era nada raro una rodada, lo que significaba quedar a pie en el medio de la pampa, con los peligros que esto suponía (Los perros cimarrones, los pumas, el indio mismo), una muerte segura. Y teniendo encima sus boleadoras era el reaseguro de evitar la huida de su caballo.

Se cuenta que Juan Manuel de Rosas, gaucho hecho y derecho como el que más, tenía como uno de sus juegos predilectos, salir a la carrera, malcornar su caballo (doblar excesivamente la cabeza del animal),

Haciendo que rodara y cayendo de pie, frenarlo de una certera boleada. Ya en tiempos más cercanos, con campos con alambrados, desaparece esta manera de llevar las boleadoras y pasan a la grupa del recado atadas a unos tientos colocados de ex profeso en la encimera, con la manija dando para el lado del lazo, es decir la derecha del hombre montado.

Hablando de su manejo, tengamos presente que no es nada fácil manejarlas las boleadoras. Esto lo puedo decir por experiencia propia, pues cuando éramos chicos, primero las fabricábamos de huesos de caracú para bolear gallinas, y mas tarde de plomo, como ya conté y nos entrenábamos con cualquier palo que estuviera quieto y hasta con los perros de la casa, y la mayoría de las veces terminábamos enredándonos nosotros (y digo nosotros, pues involucro en esto también a mis hermanos).

Charles Darwin cuenta que en su visita por estas pampas, viendo a algunos gauchos manejar hábilmente las boleadoras lo intentó y terminó totalmente enredado en su propio tiro.
Un buen boleador difícilmente erre a su blanco, si quién está como presa es un ñandú o una corzuela, seguro las tirará al cogote del animal y de esta manera, en su correr para librarse de las mismas terminará enredada totalmente, en caso de un yeguarizo, las arrojará al anca del animal, quien pateando se trabará y quedará a merced del cazador.

El tiro más seguro, que llaman de dos vueltas, se hace a la distancia de unos veinticinco a treinta metros, el de tres vueltas a unos cincuenta. Ya más allá de esta distancia se debe tener mucha fuerza y habilidad para practicarlo.

El tiro que llaman de una vuelta es el más corto, difícilmente se haga, pues la fuerza que se le imprimen a las boleadoras a tan poca distancia llega en la mayoría de los casos a decapitar el ñandú elegido como blanco.

Las vueltas se enumeran, no por los giros que dan las bolas sobre la cabeza antes de dispararlas, sino por las vueltas que las mismas dan en el aire antes de alcanzar la presa.
En nuestras páginas de historia, aparte del hermano de don Pedro de Mendoza que ya lo conté, hay múltiples referencias a “tiros” de boleadoras sobre personajes muy conocidos. Al general José María Paz, conocido como “El Manco”, las hordas montoneras le bolean su caballo y termina prisionero, peor le sucede al Coronel Rauch, alemán de nacimiento, quien termina boleado en su caballo y asesinado por una partida de indios y gauchos alzados.
Cuando alguien escapaba a caballo siendo seguido por sus eventuales enemigos, seguramente iría permanentemente mirando hacia atrás temiendo el momento en que se sintiera un zumbido en el aire y las peligrosas boleadoras quisieran detener la marcha o galope de su caballo. En estos casos, había personajes muy hábiles que teniendo la lanza a mano galoparían arrastrando el arma por detrás, a fin de que las bolas se enredaran en esta sin tocar las patas de su animal, otros, en caso de no tener la lanza a mano, usarían el poncho totalmente desplegado y de arrastre tratando de conseguir el mismo fin.

En el Martín Fierro, José Hernández cuenta como el indio acostumbraba a su caballo de pelea a continuar su galope por más que se encontrara boleado.

Hay una anécdota muy conocida y que fue contada por don Angel Justiniano Carranza en su obra “La Revolución del 39”. En ella cuenta un episodio del cacique Calfiao y su celebre caballo parejero de pelaje “pangaré”. Dice Carranza que, siendo perseguido Calfiao por Zelarrayán y Pancho “El Ñato”, le bolearon su pangaré y que pese a esto y de tener el cacique el sobrepeso de un hijo de 18 años montado en las ancas, este animal se les hizo “perdiz” entre los pajonales, pese a ellos contar con buenos pingos y bien descansados.

Las personas que pudieron ver a este caballo lo describieron como “oreja redonda y parada, ojos grandes y vivos, nariz dilatada, fino hocico y pescuezo, garrón abultado, canillas delgadas, musculatura poderosa”. Es decir, un soberbio ejemplar de caballo criollo. Mañana hablaremos de las célebres boleadas a campo abierto y terminamos con el tema. Foto: Gaucho de 1880. Véase el tamaño de las boleadoras potreadoras.


Quizás lo más espectacular en esta historia de las boleadoras sea las descripciones que hay de las grandes boleadas que se hacían en la pampa. Cuarenta o cincuenta gauchos se citaban en un lugar y armaban un semicírculo y al alocado galope de sus caballos iban encerrando a cuanto “bicho” encontraban para ir cerrando el círculo a fin de realizar la boleada. Para marcar la presa que les pertenecía se iban despojándo de prendas que dejaban tiradas al lado de la presa, que se recogía al volver. En un momento esas grandes boleadas en un momento llegaron a ser muy lucrativas, pues las plumas del ñandú eran muy requeridas por la buena aceptación de las mismas a los distintos colorantes con que se teñían. Estas plumas eran muy requeridas por los fabricantes de sombreros para damas y gorros militares. Con lo que se conseguía de su venta a los pulperos, el gaucho tenía para sus vicios y compra de sus necesidades

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