Godofredo Daireaux
En tropel llegan al corral los caballos de servicio, arreados a galopo por un muchacho; con un silbido prolongado en una sola nota, los sujeta en su furia, para que entren más despacio, y no se lleven el corral por delante. Así mismo, quieren todos entrar juntos, y crujen los postes y los alambres, y algo también las costillas, al pasar por la puerta.
Coces, mordiscones, patadas, manotones llueven, y al verlo así por la primera vez, podría creer cualquiera que el caballo criollo es un animal feroz; pero toda su maldad, -que es poca,- la reserva para sus compañeros.
Entró en el corral un hombre, con un bozal en la mano, y toda la caballada, como atemorizada, se da vuelta, se amontona, atropellando, en un rincón, con mucho bullicio y mucha tierra levantada, pero sin que ningún caballo se permita tener la más remota idea de alzar el pie contra el amo.
El hombre sigue penetrando con la mayor calma en el agitado montón de los animales, eligiendo con el ojo al que piensa ensillar.
¿Tomará ese picaso, o el pangaré que está a su lado? Malacaras y lobunos, tordillos, zainos, pampas y rosillos, moros, cebrunos y bayos, ravicanos, colorados, alazanes y overos, se cruzan y se remueven. Parece que el Creador, cuando permitió que el caballo se multiplicase en la Pampa, no se dignó emplear para pintarlo, más que algunos colores pasados de moda y mixturados al azar, raspaduras de su paleta.
Y las formas: también hay de todo; desde el petizo, compañero fiel y manso juguete de los muchachos de la casa, hasta el caballo esbelto y elegante que todavía hace pensar en sus remotos antepasados andaluces.
A uno de los mejores, despacito, tieso, se acercó el gaucho, a pasitos cortos, arrastrados casi, sin levantar el pie para adelantar, con una mano atrás y en ella, el bozal escondido, mirando fijamente al animal con ojo fascinador.
Y el caballo bien parece conocer en esa mirada que a él lo buscan, pues trata de esconderse detrás de los compañeros. Estos se van apartando, uno por uno, y disparan, y también quiere disparar él; pero, por donde que enderece, siempre se encuentra con el gaucho por delante, y con su ojo fijo, clavado en el suyo; da vuelta para correr al otro lado, y otra vez están frente a frente; es un duelo sin armas, un debate mudo.
El animal ya quedó cortado del todo; el último de sus compañeros pasó al otro lado del corral, y quedan solos en el rincón, los dos contrarios, el hombre y el caballo. Este todavía se quiere mover; busca por donde escapar, pero un movimiento rápido del gaucho lo sujeta; un gesto lento, un silbidito, una mirada lo paralizan, hasta que por fin queda inmóvil y permite que la mano del hombre, levantada despacito, se ponga suavemente en su pescuezo, mientras que la otra pasa por debajo y le coloca el bozal en la cabeza.
Esto es parar a mano, cosa de caballo civilizado y bien enseñado, que ya no precisa que cada día lo enlacen y lo mortifiquen para agarrarlo. Su educación será completa cuando sepa comer maíz.
Elegante era en sus movimientos rápidos, cuando quería escaparse; ahora está atado en el palenque, esperando la voluntad del amo, y, cabizbajo, medio dormido, el ojo apagado, una pata doblada, descansando el pie en la punta de la uña, parece merecer, como ninguno, el título de mancarrón.
Sabe quedar así, resignado, horas interminables, frente a la pulpería, donde su amo se entrega a su pasión favorita de llenarse de caña, sin pensar en él, más que para asomarse de tarde en tarde a la puerta y cerciorarse de que siempre están ahí sus pies,... los buenos, pues los en que está parado empiezan a divagar.
Sin comer, sin tomar agua, sin hacer más movimiento que el de cambiar de cuando en cuando la pata en que descansa, enfrenado, ensillado con el pesado recado, bajo los rayos ardientes del sol, las ráfagas de viento y de tierra o los torrentes de lluvia, ahí queda, sufrido, paciente, triste.
Y cuando, bamboleando, salga por fin el bruto que tiene en su poder al pobre animal, este, dócil y sin rencor, lo llevará despacio, con precaución y sin tropezar, hasta el palenque del rancho, donde puede ser que todavía tenga que esperar otras horas más, antes que lo desensillen y le den las gracias con un lazazo en el lomo, autorizándolo a que busque por allá con que no morirse de hambre y de sed.
Pero el mancarrón así tratado se volverá pingo guapo, capaz de hacer veinte leguas en el día, por tal que lo cuiden un poco; será el valiente corcel, que en los trabajos de corral y de rodeo, elegante, ardiente, rápido, fuerte, audaz, capaz de voltear con el pecho un toro pesado, de sujetar enlazado al animal más fuerte, lucirá de veras todas las admirables calidades de su raza.
Tampoco teme las balas, y como todos los caballos descendientes del árabe, es un gran caballo de guerra.
¡Pobre caballo criollo!, tan feo a veces, y ¡tan bueno! Antes que te vayas desapareciendo, lo que será pronto, perdido, disfrazado, ahogado en mil cruzas y mestizaciones con razas que quizá no te den tantas calidades como las que te quiten, te he querido dedicar cuatro renglones, en recuerdo de los goces que me diste, y en testimonio de mi admiración.
De los que hubieran debido hacerlo, ninguno ha querido tomarse el trabajo de devolverte las elegantes formas de tu raza, que generaciones de amos ingratos te han dejado perder.
Ponderan tu resistencia, tu guapeza, lo sufrido que eres, tu valor y tu docilidad, las virtudes, en una palabra, que no ha podido quitarte su desidia secular, pero no han hecho nada para ayudarte a conservarlas incólumes.
Creyendo reparar sus faltas hacía ti, te han cruzado con ingleses agalgados que te han quitado tu fuerza, sin darte su ligereza; con alemanes enormes que te han vuelto lerdo; con percherones opíparamente mantenidos que, de sufrido y sobrio, te han hecho delicado para el comer, goloso y exigente; sin que ninguno hasta hoy, te haya hecho más bonito: y pronto sólo quedará de ti el recuerdo de que si bien de poca alzada, por lo menos eras de gran corazón.
Caballos Criollos